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Caminando la inclusión Un viaje a mi infancia

 

Todos tenemos dentro nuestro el niño que alguna vez fuimos, y esta cuarentena nos da tiempo para bucear, encontrarlo y recrearlo. A mí me permitió ilustrar imágenes que me fueron apareciendo: la fachada del porche de la casa en la que viví mi infancia situada en el corazón de Palermo Viejo, en la que fui feliz.

Era una casa extremadamente grande que llegaba al pulmón de manzana. Luminosa por donde la miraran. Todas sus puertas tenían doble hoja, angostas pero inmensas en altura, en madera y vidrio, con persianas de hierro que alguna vez hemos olvidado cerrar para evitar malas consecuencias de algún pelotazo mal encarado en el enorme patio interno. Pese al deterioro  por los años de construcción y las inundaciones que sufrió por el rebalse del arroyo Maldonado, nuestra casa era bella.

En esa casa mis hermanos y yo aprendimos a jugar. Recuerdo que tenía tres años, cuando mis dos hermanos mayores estaban en el patío andando en patineta. Al verlos me puse en la fila, pero cuando levanté la mano para darles a entender que era mi turno ellos me lo negaron por temor a que me cayese. Pero yo, con mi llanto me hacía oir. Entonces se acercó papá Pelusa y les propuso un juego: subirse a la patineta con las manos en los bolsillos. “Pero papá ¡no podemos! así nos vamos a caer, no tenemos suficiente equilibrio”. Bueno, les contestó él -eso es lo que le falta a su hermana María Inés: equilibrio. ¿Por qué, cuando es su turno no la ayudan a sostenerse para que no se caiga?- Esa explicación, en un tono ameno fue el inicio de infinitos juegos con pequeñas adaptaciones o excepciones que empezaron a surgir naturalmente entre nosotros: el darme un ratito más para esconderme, el poder tocar la pelota con cualquier parte del cuerpo, el correr más despacio para yo poder alcanzarlos, el darme más vidas en un juego, etc. Esas reglas, que para nosotros estaban implícitas, eran compartidas explícitamente con los nuevos amigos o niños que se sumaran al juego por primera vez.

Por supuesto, los matices de la inclusión variaban no sólo de acuerdo al impacto sino al rol y a las características de cada niño en particular. Para mi hermana menor, Guadalupe, era natural tener una hermana con dificultades motrices. Ella nació en ese contexto, en esa diversidad entre lo que podían hacer mis hermanos y lo que podía hacer yo. Era admirable escucharla explicándoles a sus compañeros de primer grado lo que a mí me sucedía. Ella tenía muy clara esa ambivalencia entre mi dificultad y mi capacidad. En cambio, a mis hermanos mayores yo les vine a romper los esquemas siendo la primera nena que le quitaba a Juan Ignacio el lugar de hijo menor y a Ezequiel, el mayor de los cuatro, su molde perfeccionista.

Tal vez por las edades, tal vez por los gustos, con los que más compartí fue con Juan y con Guada. Con Juan teníamos muchas características en común: éramos muy creativos. Nos encantaba dibujar, él tiene un don en sus manos. Imaginábamos, entre los tres, historias que transcurrían en una aldea en la que interactuabamos con distintos muñecos: los Giman´s, los Tondercarts, los PlayMovil, Los PinyPon hasta Mi pequeño Pony, todos incluídos dentro de un mismo juego.

Algunos amigos estaban acostumbrados a jugar las nenas con juegos de nenas y los nenes con juegos de nenes, sólo con los Giman, o sólo con los PlayMovil. Había niños que no entendían cómo los Tondercarts podían usar taza de té. Sin embargo, otros amigos se súper enganchaban y descubrían lo que era la verdadera inclusión mirada y construída de manera sencilla desde la práctica.

Mientras a Ezequiel le gustaba más leer o mirar películas, a Guada, a Juan y a mí nos encantaba armar chozas con mantas embutidas en los extremos de las camas cuchetas. En verano, mamá nos dejaba armar en el fondo de casa una especie de carpa construída con palos de escoba y trapos viejos, en la que “acampábamos” durante todo el día como si fuéramos indios. Allí donde la sombra del naranjo nos refugiaba del sol a la hora de la siesta y nos permitía juntar azahares, y preparar la comida para los muñecos.

Así fuimos encontrando las ventajas de hacer alianzas y jugar todos juntos. La ilustración de este artículo remite a lo que recuerdo del porche en la entrada de casa. Como los cincuenta metros de patio interno no nos eran suficientes para jugar, cuando papá sacaba el auto transformábamos el porche en un espacio más para jugar. Ese espacio tenía extensión directa a la vereda. Era cuestión de levantar el portón, porque en aquel entonces sólo había que tener cuidado al cruzar la calle. Podíamos jugar tranquilos con nuestros amigos del barrio siendo cuidados por los mismos vecinos de la cuadra.

Nuestra habitación daba a ese porche que tanto mencioné, donde los aromas del jazmín del Paraguay  y el galán de noche impregnaron de perfumes nuestra infancia. Por supuesto, la diversión era salir al porche por la ventana, en vez de hacerlo por la puerta del living. Un día, mamá y papá, ¡nos pescaron infragantes! Mis tres hermanos ya estaban del otro lado y me estaban ayudando a concretar la tarea heroica del día: saltar por la ventana. Cuentan mis papás que al principio se escondieron para disfrutar semejante desafío, aunque después decidieron retarnos como padres responsables. Esta vez mis hermanos se refugiaron en mí: “No estamos haciendo nada malo, sólo la estamos ayudando.” Claro que a veces las cosas no salían tan bien como las planeábamos. Las hendijas de los postigos, de donde yo solía agarrarme, eran de hierro filoso. El calor del sol y el piso de cemento me han hecho convivir con raspón sobre raspón y cortes sobre cortes. Pero por suerte me gustaba sentir cierta adrenalina y apasionada de los “¿…y por qué no?,” casi siempre bajo previas estrategías me animaba a intentar diferentes travesuras.

Como buenos hermanos, además de pelearnos hemos sabido complotarnos para realizar las mil y una picardías. A veces las decisiones no eran unánimes, pero aún así las cumplíamos fielmente como soldados.

En Godoy Cruz 1655 ahora hay un Hotel Boutique. Tal vez si las paredes hablaran creo que se podría transformar en un museo histórico lleno de magia sobre cómo vivir una infancia complicada pero feliz, treinta años atrás donde la inclusión no era foco de debate y palabrerío; simplemente se empezaba a descubrirla a través de distintas prácticas que surgían ante una necesidad natural, ante una comprensión o ante un accionar espontáneo.

 

Autora: Maine Laborde

 

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Comentarios

  1. Bello recuerdo de tu infancia.Hermanos/a cómplices de aventuras, secretos. Padres compartiendo y enseñando con ejemplos. Dan ganas de visitar el lugar.

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  2. Qué lindo espiar un ratito por la ventana de tu infancia Maine. Me encantó cómo lo escribiste, me imaginé cada momento. Claro como el agua... la verdadera inclusión es acción, no solo palabras... te mando un beso grande!

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  3. Gracias por compartir tu infancia Maine....💫🌞

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