No es fácil encontrar la horma de nuestros zapatos. El mundo del calzado femenino ofrece millones de modelos primaverales, unos más abiertos que otros, muy lindos, por cierto, aunque incómodos para personas como yo que tenemos pie equino y tendemos a caminar en punta de pie.
El 24 de noviembre de 1990 tomé mi primera comunión. La clásica túnica no era un problema. Ruedo más largo, ruedo más corto nos la pasamos de una prima a otra, igual que la tan codiciada limosnera en la que llevábamos estampitas (en mi caso eran tarjetería española hechas a mano por mi tía Mara) para intercambiar con otros niños protagonistas del evento y repartir después de la ceremonia como recordatorio, inclusive a cambio de algún dinerillo. Pero había algo en todo esto que me desvelaba: conseguir los zapatos clásicos que lucen las niñas en ese tipo de ocasiones y lo más importante: ¡poder usarlos!
En aquel entonces, en la avenida Scalabrini Ortiz entre
Niceto Vega y avenida Córdoba, a una cuadra de la parroquia, había una
zapatería inmensa. Allí fuimos con mamá a probar suerte y ver si conseguíamos
zapatos Guillermina color blanco, único
modelo con agarre apto para mi pie izquierdo. Dicho negocio era atendido por dos
señores muy apuestos, amables y dedicados como los zapateros de antes, con
amplia experiencia en su labor. Guillermina blancos tenían, pero venían hasta
un número menos al que yo necesitaba. Dispuestos a ayudarme me hicieron elegir
algunos modelos que había en la vidriera. Luego nos ofrecieron sentarnos en uno
de los seis espacios amplios que tenían para atender a los clientes de forma
simultánea y comenzar semejante labor. En ese momento, yo era la única
pequeña-clienta en todo el local, aunque de a poco la zapatería parecía que iba
a explotar. Innumerables pilas de calzados probados versus rechazados. A tal
punto que la gente entraba a preguntar si estaban por mudarse o por remodelar
la vidriera. Habían visto algo ente los modelos exhibidos y no lo querían dejar
pasar. Los vendedores con mucha cortesía les respondían que no invitándolos a
regresar más tarde dado que estaban en una situación excepcional: ni más ni
menos que ¡encontrar la horma de mis zapatos!
El vendedor más joven cuidadosamente colocaba ambos zapatos
en mis pies. El zapato derecho entraba perfecto, pero para calzarme el
izquierdo el señor necesitó de toda su paciencia y hasta de la ayuda de un
calzador de metal. Luego de semejante instancia me ayudaba a pararme y me hacía
caminar sobre una alfombra roja que me reflejaba en el inmenso espejo que
cubría toda la pared. El dilema venía con la gran pregunta del vendedor - ¿Cómo
lo sentís? esperando quizás en mi respuesta alguna de las molestias más
habituales: en la punta del zapato, en la zona del dedo gordo o en el talón.
Sin embargo, mi respuesta le causaba asombro y mucha gracia. Me molestaban
todos los zapatos en el mismo lugar. Me molestaba el roce del zapato en la zona
del meñique izquierdo. Los vendedores, chistosamente me llegaron a decir: “Si semejante
revuelo armás para comprar los zapatos para tomar tu primera comunión lo que
nos espera para cuando te cases.”
Con respecto a los zapatos y zapateros a mí me pasa lo mismo. Odio zapatos nuevos, me lastiman y después por varios días tengo que estar con ojotas.Yi sería la chica del empeñe alto
ResponderBorrarAh..bueno!!!!
ResponderBorrarNo habrá sido para mi comunión sino ahora a mi tercera edad que pasó mas o menos por lo mismo. Ningún calzado me queda ya que tengo dificultad para caminar. No estamos.solas !!!! Siempre termino comprando zapatillas. La última vez que usa sandalias fue para un casamiento hace 10 años y como el pie se fue transformando en una empanada con los años, obvio ya no me quedan. Te comprendo mucho
Hermosa historia!!! Me encantó el relato, ameno.
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