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De la Fonoaudiología a una filosofía de vida

Buenos Aires, 12 de mayo de 2020




Hoy es el primer texto que realizo para MIL modos de hacer. Oh casualidad ayer fue el día de la fonoaudiología. Si bien voy a publicar videos donde muestre aquello que implemento para sentirme más independiente y voy a apóyame en la escritura para compartir mis experiencias y sensaciones ¡qué mejor ocasión para dar a reconocer mi voz con algún video en la que se juega no solo lo que digo sino cómo mi cuerpo lo puede decir. El común de los argentinos puede decir “che boludo” y sonar afectuoso; en mi caso, la desorganización corporal involuntaria y a veces la espasticidad, pueden nublar los matices de mi voz dando como resultado que un “boludo” salido de mi boca pueda sonar más agresivo que el significado de la palabra. Me remito al “boludo” porque es una palabra que hace a los comienzos de mi habla, palabra protagonista en una anécdota de mi infancia que les quiero contar.


A los cuatro años de vida comencé con sesiones de foniatría; si bien mis padres tuvieron la intención de buscar a la mejor terapeuta, ella no supo llegar a mí; trabajábamos con un libro gordo, muy estático, lleno de ejercicios… en sus sesiones me ha llegado a decir innumerables veces: “no puede ser que todavía este ejercicio no te salga…” “si no practicás voy a tener que escribir una nota a tus papás.” Se imaginarán las ganas que yo tenía de seguir sus consejos o de practicar junto a ella tres veces por semana. 


En ese entonces, Me era más fácil pedir las cosas con señas. Un día, no sé qué me hizo uno de mis hermanos, que reaccioné con un “BO – LU – DO” lento pero claro y bien articulado, impulso que dio satisfacción a mi familia; con mucho esmero, podría comunicarme. 


A los 13 años me rebelé ante mis padres (esto se los cuento otro día) y logré cambiar de terapeuta. Mientras esperaba a la nueva fono: la Lic. Cecilia D´Janikian en la sala de espera, me sorprendió escucharla preguntarle a otro paciente a qué quería jugar. Jamás pensé que lo lúdico estaría inmerso dentro de este tipo de actividad. En el tiempo entendí que el cuerpo es uno solo y que la voz y la motricidad están íntimamente ligadas, del mismo modo que la afinidad entre terapeuta y paciente es esencial para que uno avance. ¿Cómo queremos avanzar si no sabemos para qué? Así, con Ceci fuimos construyendo un espacio de prácticas reflexivas por medio de las cuales yo iba descubriendo cómo tenía que poner en marcha mi cuerpo no solo por el hecho de comunicarme sino para producir un mensaje eficaz; por ejemplo, en el momento en que la profe de Historia (a la que no le molestaba mi voz) me tomara lección oral como al resto del curso. Entonces aquellos ejercicios aburridos que hacía desde pequeña habían comenzado a cobrar un sentido para mí, y aunque algunos siguen sin salirme, al menos ya me resultan divertidos y a veces, me hacen tentar de risa. Las horas con Ceci se pasaban volando. 


Magnífico fue descubrir que los sinónimos eran los aliados perfectos; al utilizarlos detecté cómo a la gente le resultaba más fácil decodificar aquella palabra que no me entendía, si en vez de repetírsela, recurría a algún sinónimo.  Entrenar con Ceci me dio confianza, adquirir nuevos conocimientos que plasmé, ya no en un cuaderno cerrado sino, en mi vida cotidiana. De esta manera a mis 23 años sentí cumplir una etapa con ella como quien incorporó nociones de ideas en un curso y necesita pasar a otro; ya no precisaba sobre articular para decir BO – LU – DO sino poder decir “boludo” con mayor fluidez y tal vez con una sonrisa o tono que insinuaran una complicidad más agradable. 


Llegó el momento de conocer a la Lic. María Eugenia Pérez Ibáñez tan conocida en el mundo de la voz como MEPI. Ella es quien trata desde entonces mi voz de la misma manera como a tantas otras voces enviciadas, que no son producto de una parálisis cerebral como la mía. Por mi afinada audición los encuentros con MEPI significan para mí clases de canto. La voz cantada es mucho más clara; pero ejercer esta acción implica: colocar a la laringe en posición correcta, chequear la columna vertebral desde los isquiones hasta las cervicales, buscar el apoyo en los intercostales para activar al diafragma y dejar que el aire fluya con diferentes intensidades; juego que da como resultado una resonancia que hace que mis cuerdas vocales vibren produciendo sonidos que van y vuelven desde los graves a los agudos como una especie de acordeón; lo que hace que la gente distinga la acepción correcta al escucharme decir “boludo.”  No es lo mismo gritarle al motociclista quien pasó el semáforo en rojo, que querer imitar hablar a Charlotte Caniggia. 


Ningún encuentro con MEPI es igual al anterior; “Dios nos creó y mi tía nos juntó.” Tenemos en común un vínculo recíproco, creamos y recreamos flexibilizando distintos ejercicios, escuchando las necesidades que mi cuerpo expresa en sus diferentes estadíos. Ceci y MEPI han sido el puente que necesitaba para amigarme con mi voz y dejarla fluir, sabiendo que no todos en el mundo están preparados para escuchar al otro independientemente de la dificultad que pueda tener escucharme hablar. A ellas, que son capaces de transformar su profesión en un puente y transformar la necesidad del tratamiento en herramientas como una forma de filosofía de vida, les deseo tarde pero seguro un ¡Feliz día de las fonoaudiólogas!, con quienes pude alargar la duración de mi aire para dar exámenes o charlas llegando a decir como dice otra tía mía:” Es que hay boludos que son importantes.”


Por Ed. María Inés Laborde

Coordinadora de MIL modos de hacer



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